martes, 24 de junio de 2008

“No todo el que me dice “Señor, Señor…”

2008-06-15
La Voz del Pastor
“No todo el que me dice “Señor, Señor…”

El evangelista Mateo nos presenta a Jesús como el nuevo Moisés, legislador y conductor del Pueblo de Dios. Su evangelio está estructurado en cinco grandes discursos que recuerdan la disposición del Pentateuco.

Otro detalle significativo de su evangelio son las citas de reflexión, que quieren mostrar que el misterio de Cristo está latente en el Antiguo Testamento (A.T.), y se hace patente en el Nuevo: Jesucristo es el Mesías anunciado y esperado en el A.T. Todo ello obedece a que los destinatarios de su anuncio son cristianos procedentes del judaísmo.

Así como Moisés, legislador y liberador de Israel, recibió las tablas de la ley en el monte Sinaí, Jesús, en el monte de las bienaventuranzas, promulga la nueva ley, la del Reino de los cielos y su justicia, ley interior, ley del Espíritu. La artificialidad del dato salta a la vista en el hecho de que Lucas ubica en una llanura su versión de las bienaventuranzas.

El primer discurso de Jesús, nuevo Moisés, se conoce como Sermón del Monte. Está dirigido a sus discípulos, es decir a los que lo aceptan como maestro.

El título de rabí o maestro estaba reservado para los que eran capaces de instruir al pueblo acerca de la ley. Y ésta era tenida por norma de conducta y fuente de vida. Así lo transparenta el Deuteronomio cuando coloca al discípulo ante dos caminos para que elija la bendición y la vida o la maldición y la muerte (cf Dt 11:26-28; 30:15-20).

Se entiende que nadie en su sano juicio va a elegir conscientemente la maldición y la muerte. Pero es que el pecado se presenta siempre con rostro atractivo, pero seductor, es decir, engañador. La parábola de la caída de los primeros padres muestra la transgresión propuesta como un fruto grato a los ojos y sabroso al paladar, que, sobre todo cautiva la razón, porque promete hacernos semejantes a Dios. He ahí la seducción.

Para vencerla es necesario contar con una luz que haga patente el engaño del seductor. Éste es el papel de la ley, como instrucción o revelación de Dios, que muestra cómo conducirse como miembro fiel de su pueblo. En definitiva, una norma de conducta que se convierte en fuente de vida. Por eso el Deuteronomio insiste en la importancia de conocer, recordar y observar la ley, valiéndose de todos los recursos: filacterias en brazos y frente, su fijación en las jambas de las puertas, su evocación en el descanso o el movimiento y su transmisión a la prole. Jesús, tentado por el adversario para que se desvíe del camino de la vida, lo rechaza enérgicamente apoyándose en la ley.

Pero para que la ley se convierta en fuente de vida es necesario cumplirla íntegramente, como observa, con razón, san Pablo. No basta con conocer sus preceptos. Hace falta fuerza para cumplirlos. Aquí se ubica la novedad que aporta el nuevo Moisés, que no ha venido a abolir la ley, sino a perfeccionarla con el don del Espíritu, Maestro interior, Defensor en la misión y Señor y Dador de vida (cf Mt 5: 17-19).

El don del Espíritu, anunciado por Jeremías (31:31-34) y Ezequiel (36:24-28), entre otros, es el que garantiza, en definitiva la posibilidad de conducirnos como miembros del Pueblo de Dios, sus hijos y hermanos de Jesucristo. El sermón del Monte desafía a los discípulos a cultivar una relación con Dios que supere la de escribas y fariseos y, en consecuencia, los haga aptos para “entrar en el Reino de los cielos” (cf Mt 5:20). Esto exige superar la ley mosaica, que promete vida, a partir de la observancia de una norma externa, con la nueva ley del Espíritu, Amor fiel que nos hace hijos de Dios, capaces de producir “el fruto del Espíritu: amor, alegría y paz, magnanimidad, afabilidad, bondad y confianza, mansedumbre y temperancia” (Gal 5:22).

Al final del Sermón del Monte reaparece el tema de los dos caminos en la parábola del constructor prudente y del insensato. No basta con invocar al Señor y recordar las obras extraordinarias que hayamos podido realizar en su nombre. Lo que importa es que por la fe y la obediencia a la nueva ley, la del Espíritu, transmitida por Jesús, “entremos en el Reino de los cielos”, participemos aquí y ahora de la vida del mismo Dios, a quien reconocemos como Padre y Soberano, Dios con nosotros, por medio de Jesús, el Emmanuel.

Mons. Oscar Mario Brown J.
Obispo de la Diócesis de Santiago

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