miércoles, 12 de marzo de 2008

Ética y política

2008-03-09
La Voz del Pastor
Ética y política

Las ciencias sociales suelen considerar que el punto de partida más adecuado para acercarse a lo que es la política es el hecho de que la sociedad no es homogénea. Su heterogeneidad se manifiesta a muchos niveles: existen diferencias raciales y culturales; otras tienen su origen en factores socioeconómicos, y son también dignas de mención las diferencias de mentalidad o ideológicas que expresan en formas distintas de entender el mundo o indiferentes sistemas de valores que pueden tener una connotación religiosa o carecer de ella.

Pues bien, la política consiste en el esfuerzo por encauzar la solución de todos esos conflictos. Más en concreto, lo que se pretende es evitar que los mismos se resuelvan por la fuerza y la violencia: es decir, que en esas luchas sociales, que son inevitables, no termine imponiéndose la ley del más fuerte. La política no aspira, por consiguiente, a negar el conflicto, sino a encauzarlo. A conducirlo a una salida donde impere alguna forma de racionalidad para que no tenga que imponerse simplemente la fuerza.

En concreto, la política podría definirse come el conjunto de actividades encaminada a la creación, modificación o mantenimiento de un orden global de convivencia mediante el uso o la conquista del poder.

La necesidad del poder político ha sido reconocida desde antiguo, porque el ser humano ha vivido bajo la amenaza de sus semejantes. La autoridad del gobernante se convertía en la garantía de paz y seguridad, por eso, la ética política se construía esencialmente en torno a las relaciones de la autoridad y el deber de obediencia hacia ella. Era frecuentemente incluso que se equiparara al gobernante con el padre de familia y se tomara a la familia como modelo de la sociedad.

Pero hoy el tema del poder se enfoca de forma diferente, y este enfoque nuevo es una consecuencia de esa experiencia frecuente en la historia: la facilidad con que el poder político pierde el sentido de su función y se convierte en un poder despótico que abusa de los ciudadanos. De ahí que se plantee la necesidad que tiene el ciudadano de defenderse del poder, defensa que únicamente puede proporcionarla por medio de una efectiva ética política.

Toda institución política tiene una fundamentación ética en la medida en que pretende salvaguardar el valor de garantizar un orden global de convivencia y permita, al mismo tiempo, que el sujeto humano viva en libertad.

Pero también podemos hablar de una ética civil, una ética que es perfectamente coherente con la sociedad democrática, si entendemos ésta no sólo como una forma de organización social. sino como el modelo que mejor responde a las condiciones del pluralismo moderno y a las aspiraciones del hombre de nuestro tiempo. Por eso algunos la consideran como el compendio de las reglas de juego que necesita la sociedad democrática para hacer viable la convivencia y la participación. Dichas reglas pretenden, en primer término, sacar al sujeto de su egoísmo consumista y de su desinterés por lo que afecta a la sociedad como un todo y, en una palabra, hacerlo auténtico ciudadano. Suelen citarse como virtudes características de la ética civil así concebida, la tolerancia. la responsabilidad, los buenos modales, la profesionalidad.

Sin duda, la más acabada formulación de la ética civil es la Declaración Universal de los Derechos Humanos de la Organización de las Naciones Unidas (ONU). Su alcance es verdaderamente universal. Desborda, por tanto, las fronteras nacionales y raciales, y aspira a convertirse en espíritu común de todos los pueblos de la tierra.

Por lo que se refiere a la Iglesia, ¿qué aporta la fe a esta tarea, en qué sentido puede contribuir a enriquecer esta ética sin pretender restringirla de forma exclusiva a nuestros planteamientos de fe? En realidad, esta contribución no ha estado nunca ausente del discurso moral de la Iglesia. En concreto, el magisterio eclesial siempre ha querido que su doctrina moral tuviera una racionalidad que la hiciera aceptable a todo entendimiento humano. Y esto no es más que una exigencia de nuestra fe que no renuncia a ser razonable y por eso quiere mantenerse en diálogo constante con la razón humana. Esto pertenece a lo más íntimo de la tradición teológica cristiana.

Toda la doctrina social de la Iglesia, sin ir más lejos, ha tenido desde el principio una preocupación evidente por fundamentar sus grandes afirmaciones, no precisamente a partir de principios cristianos, sino de la ley natural. Pensemos, por ejemplo, en la doctrina de la propiedad privada, una caso paradigmático por la importancia que tiene, sobre todo en toda la primera etapa de la Doctrina Social: es llamativo el esfuerzo que hace León XIII en la carta encíclica Rerum Novarum (1891) por mostrar cómo el derecho a la propiedad privada deriva de la naturaleza especifica del hombre.

En definitiva, "La Iglesia cumple su misión de anunciar el Evangelio, enseña al hombre, en nombre de Cristo, su dignidad propia y su vocación a la comunión de las personas, y le descubre las exigencias de la justicia y de la paz, conformes a la sabiduría divina".

Mons. Carlos María Ariz
Obisp Emérito de la Diócesis de Colón -- Kuna Yala

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