2007-10-14
La Voz del Pastor
Nuestra vocación misionera
Debemos partir de una gran verdad, “la Iglesia peregrinante es misionera por naturaleza, porque toma su origen en la misión del Hijo y del Espíritu Santo, según el designio del Padre” (DA 347). Esto quiere decir que nuestro impulso misionero es fruto de la acción trinitaria que comunica a los discípulos para que sean portadores de la Buena Nueva de la Salvación en medio de las gentes.
Nuestra vocación misionera hunde sus raíces en el anuncio de “la gran novedad que la Iglesia manifiesta al mundo sobre la persona de Jesús, el hijo de Dios hecho hombre, la Palabra y la Vida, que vino al mundo a hacernos partícipes de la naturaleza divina”(DA 348). Esto quiere decir que la preocupación fundamental de Jesús es llevarnos al Padre y que reconozcamos que somos hijos de ese Dios, que es Amor y que quiere que todos los hombres lleguen a la salvación eterna. A través de la muerte y resurrección de Cristo nosotros tenemos que ser anunciadores y oyentes de esa palabra que nos da la vida en abundancia.
Nuestra vocación misionera pide de nosotros una actitud de escucha muy fuerte, de manera que nuestro deber fundamental es ser oyentes de esa Palabra que da vida, dejándonos invadir por ella y permitiendo que se haga realidad y nos dejemos poseer por ella para tener vida eterna en Cristo Jesús.
Reconozcamos que, desde nuestro bautismo, hemos sido llamados a dar testimonio de la verdad ante los hombres y mujeres de este mundo desde una actitud de conversión. Es lamentable que, en muchas ocasiones, debido al ejercicio de nuestra libertad, nosotros rechazamos esa vida nueva o desviamos nuestro caminar optando por un camino de muerte. Por eso cuando Cristo es anunciado siempre hay una invitación a la conversión, lo cual nos permite participar de la acción del Resucitado. Y nos alienta en un camino de transformación.
Ahora bien, todo cristiano identificado con una vocación misionera debe darle a su vida una orientación positiva, que le induzca a una conversión personal y pastoral, la cual implica un rompimiento de estructuras del pasado y un abrirse a la novedad del Evangelio. Esto implica romper con todo tipo de ataduras, sobre todo, de aquellas que nos impiden vivir la creatividad del momento y luchar por construir en nuestras vidas un espíritu nuevo que nos impulse a dar respuestas afirmativas y siempre actuales, bien situadas en este mundo globalizado.
En toda vida misionera existe el peligro de estancarse y quedarnos acomodados donde estamos o en lo que ya conocemos. Los Obispos en Aparecida nos dicen que la misión es un sustantivo y no un accidente; es decir, que forma parte de la identidad del cristiano, por eso no podemos vivir el sentido y valor de la misión con descuido ni desinterés, sino como parte de nuestro ser que nos impulsa a buscar siempre realidades que estén al día en las respuestas que el mundo nos pide, sin ir a la retaguardia de los acontecimientos, sino adelantarnos a ellos, dando respuestas concretas que iluminen y orienten el caminar de los más débiles y desamparados.
“La vida nueva de Jesucristo toca al ser humano entero y desarrolla en plenitud la existencia humana en su dimensión personal, familiar, social y cultural. Para ello, hace falta entrar en un proceso de cambio que transfigure los variados aspectos de la propia vida. Sólo así se podrá percibir que Jesucristo es nuestro salvador en todos los sentidos de la palabra. Sólo así, manifestaremos que la vida en Cristo sana, fortalece y humaniza. Porque el es el Viviente, que camina a nuestro lado, descubriéndonos el sentido de los acontecimientos, del dolor y de la muerte, de la alegría y de la fiesta. La vida en Cristo incluye la alegría de comer juntos, el entusiasmo por progresar, el gusto de trabajar y de aprender, el gozo de servir a quien nos necesite, el contacto con la naturaleza, el entusiasmo de los proyectos comunitarios, el placer de una sexualidad vivida según el Evangelio, y todas las cosas que el Padre nos regala como signos de su amor sincero.” (DA 356)
Lo importante es descubrir que Cristo nos da la posibilidad de trabajar misioneramente para que todos lleguemos a una vida plena, donde exista la solidaridad, en encuentro, la sensibilidad de unos por otros y el trabajar desde las riquezas que Dios nos ha dado para ponerlas al servicio de los demás.
Nuestros pueblos latinoamericanos tienen muchas riquezas que no hemos sabido explotar y debemos partir del principio de solidaridad y subsidiariedad para que lleguemos a compartir nuestros bienes y todo esté al servicio de la comunión y de la fraternidad entre nosotros.
Que María, nuestra Madre, como primera discípula misionera nos inspire y acompañe en nuestro caminar para que todos trabajemos coherentemente por nuestra conversión integral y lleguemos a ser testigos de la verdad en el mundo.
Mons. Pedro Hernández Cantarero
Obispo del Vicariato Apostólico de Darién
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martes, 16 de octubre de 2007
Nuestra vocación misionera
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