2009-05-17
Ventana Pontificia
Un reconocimiento de los sufrimientos de los cristianos de Tierra Santa
Publicamos la homilía que pronunció Benedicto XVI en la tarde del martes 12 de mayo, al celebrar la misa en el Valle de Josafat junto a unos seis mil fieles. Era la primera vez que un Papa celebraba la Eucaristía al aire libre en la Ciudad Santa.
Queridos hermanos y hermanas en el Señor:
"Cristo ha resucitado, aleluya". Con estas palabras os saludo con gran afecto. Doy las gracias al patriarca Fouad Twal por sus palabras de bienvenida en vuestro nombre, y ante todo, expreso también mi alegría al estar aquí para celebrar esta Eucaristía con vosotros, Iglesia en Jerusalén. Nos hemos reunido aquí bajo el Monte de los Olivos, donde nuestro Señor rezó y sufrió, donde lloró por amor a esta ciudad y a la que deseó que pudiera conocer "el camino de la paz" (Cf. Lucas 19, 42), y donde él regresó al Padre, dando su última bendición terrena a sus discípulos y a nosotros. Acojamos hoy esta bendición. Él os la imparte de manera especial a vosotros, queridos hermanos y hermanas, que estáis unidos en una ininterrumpida línea con los primeros discípulos que encontraron al Señor Resucitado al partir el pan, que experimentaron la efusión del Espíritu Santo en el Cenáculo, que fueron convertidos por la predicación de San Pedro y de los demás apóstoles. Saludo también a todos los presentes, y de manera especial a los fieles de la Tierra Santa que por varias razones no han podido estar aquí con nosotros.
Como sucesor de san Pedro, he recorrido sus pasos para proclamar al Señor resucitado entre vosotros, para confirmaros en la fe de vuestros padres e invocar sobre vosotros el consuelo que es el don del Paráclito. Al estar ante vosotros hoy, deseo reconocer las dificultades, la frustración, la pena y el sufrimiento que tantos de vosotros han soportado como consecuencia de los conflictos que han afligido a estas tierras, así como las amargas experiencias de desplazamientos que muchas de sus familias han conocido y --Dios no lo permita-- pueden aún conocer. Deseo que mi presencia aquí sea un signo de que no sois olvidados, de que vuestra perseverante presencia y testimonio son preciosos a los ojos de Dios y son un elemento de futuro para estas tierras. A causa de vuestras profundas raíces en estos lugares, de vuestra antigua y fuerte cultura cristiana y de vuestra perdurable confianza en las promesas de Dios, vosotros, cristianos de Tierra Santa, estáis llamados a ser no sólo un faro de fe para la iglesia universal, sino también levadura de armonía, sabiduría y equilibrio en la vida de una sociedad que tradicionalmente ha sido, y sigue siendo, pluralista, multiétnica y multirreligiosa.
Jerusalén en realidad ha sido siempre una ciudad en la cual resuenan lenguas diversas, cuyas piedras son pisadas por pueblos de toda raza y lengua, cuyos muros son símbolo del cuidado providente de Dios para toda la familia humana. Como un microcosmos de nuestro mundo globalizado, esta ciudad, debe vivir su vocación universal, debe ser un lugar que enseñe la universalidad, el respeto por los demás, el diálogo y la mutua comprensión; un lugar donde el prejuicio, la ignorancia y el miedo que la alimenta, sean superados por la honestidad, la integridad y la búsqueda de la paz. No debería haber lugar entre estos muros para la mezquindad, la discriminación, la violencia y la injusticia. Los creyentes en un Dios de misericordia --ya sea que se identifiquen como judíos, cristianos o musulmanes--, deben ser los primeros en promover esta cultura de la reconciliación y de la paz, por más lento que sea el proceso y más agobiante el peso de los recuerdos pasados.
Quisiera aquí referirme directamente a la trágica realidad --que no puede nunca dejar de ser fuente de preocupaciones para todos aquellos que aman esta ciudad y esta tierra-- de la partida en los tiempos recientes de numerosos miembros de la comunidad cristiana. Si bien hay razones comprensibles que llevan a muchos, especialmente jóvenes, a emigrar, esta decisión trae consigo como consecuencia un gran empobrecimiento cultural y espiritual de la ciudad. Deseo hoy repetir lo que he dicho en otras ocasiones: ¡en Tierra Santa hay lugar para todos! Mientras exhorto a las autoridades a respetar y apoyar aquí la presencia cristiana, deseo al mismo tiempo asegurarles la solidaridad, el amor y el apoyo de toda la Iglesia y de la Santa Sede.
En la iglesia del Santo Sepulcro, los peregrinos de cada siglo han venerado la piedra que, según la tradición, estaba ante la entrada de la tumba en la mañana de la resurrección de Cristo. Volvamos frecuentemente a esta tumba vacía. Reafirmemos allí nuestra fe en la victoria de la vida, y recemos para que toda "piedra pesada", colocada en la puerta de nuestros corazones bloqueando así nuestra completa sumisión al Señor en la fe, la esperanza y el amor, quede destrozada por la fuerza de la luz y de la vida, que resplandeció desde Jerusalén hasta todo el mundo en la mañana de Pascua. ¡Cristo ha resucitado, aleluya! ¡Verdaderamente ha resucitado! ¡Aleluya!
S. S. Benedicto XVI
Obispo de Roma
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Ventana Pontificia
Un reconocimiento de los sufrimientos de los cristianos de Tierra Santa
Publicamos la homilía que pronunció Benedicto XVI en la tarde del martes 12 de mayo, al celebrar la misa en el Valle de Josafat junto a unos seis mil fieles. Era la primera vez que un Papa celebraba la Eucaristía al aire libre en la Ciudad Santa.
Queridos hermanos y hermanas en el Señor:
"Cristo ha resucitado, aleluya". Con estas palabras os saludo con gran afecto. Doy las gracias al patriarca Fouad Twal por sus palabras de bienvenida en vuestro nombre, y ante todo, expreso también mi alegría al estar aquí para celebrar esta Eucaristía con vosotros, Iglesia en Jerusalén. Nos hemos reunido aquí bajo el Monte de los Olivos, donde nuestro Señor rezó y sufrió, donde lloró por amor a esta ciudad y a la que deseó que pudiera conocer "el camino de la paz" (Cf. Lucas 19, 42), y donde él regresó al Padre, dando su última bendición terrena a sus discípulos y a nosotros. Acojamos hoy esta bendición. Él os la imparte de manera especial a vosotros, queridos hermanos y hermanas, que estáis unidos en una ininterrumpida línea con los primeros discípulos que encontraron al Señor Resucitado al partir el pan, que experimentaron la efusión del Espíritu Santo en el Cenáculo, que fueron convertidos por la predicación de San Pedro y de los demás apóstoles. Saludo también a todos los presentes, y de manera especial a los fieles de la Tierra Santa que por varias razones no han podido estar aquí con nosotros.
Como sucesor de san Pedro, he recorrido sus pasos para proclamar al Señor resucitado entre vosotros, para confirmaros en la fe de vuestros padres e invocar sobre vosotros el consuelo que es el don del Paráclito. Al estar ante vosotros hoy, deseo reconocer las dificultades, la frustración, la pena y el sufrimiento que tantos de vosotros han soportado como consecuencia de los conflictos que han afligido a estas tierras, así como las amargas experiencias de desplazamientos que muchas de sus familias han conocido y --Dios no lo permita-- pueden aún conocer. Deseo que mi presencia aquí sea un signo de que no sois olvidados, de que vuestra perseverante presencia y testimonio son preciosos a los ojos de Dios y son un elemento de futuro para estas tierras. A causa de vuestras profundas raíces en estos lugares, de vuestra antigua y fuerte cultura cristiana y de vuestra perdurable confianza en las promesas de Dios, vosotros, cristianos de Tierra Santa, estáis llamados a ser no sólo un faro de fe para la iglesia universal, sino también levadura de armonía, sabiduría y equilibrio en la vida de una sociedad que tradicionalmente ha sido, y sigue siendo, pluralista, multiétnica y multirreligiosa.
Jerusalén en realidad ha sido siempre una ciudad en la cual resuenan lenguas diversas, cuyas piedras son pisadas por pueblos de toda raza y lengua, cuyos muros son símbolo del cuidado providente de Dios para toda la familia humana. Como un microcosmos de nuestro mundo globalizado, esta ciudad, debe vivir su vocación universal, debe ser un lugar que enseñe la universalidad, el respeto por los demás, el diálogo y la mutua comprensión; un lugar donde el prejuicio, la ignorancia y el miedo que la alimenta, sean superados por la honestidad, la integridad y la búsqueda de la paz. No debería haber lugar entre estos muros para la mezquindad, la discriminación, la violencia y la injusticia. Los creyentes en un Dios de misericordia --ya sea que se identifiquen como judíos, cristianos o musulmanes--, deben ser los primeros en promover esta cultura de la reconciliación y de la paz, por más lento que sea el proceso y más agobiante el peso de los recuerdos pasados.
Quisiera aquí referirme directamente a la trágica realidad --que no puede nunca dejar de ser fuente de preocupaciones para todos aquellos que aman esta ciudad y esta tierra-- de la partida en los tiempos recientes de numerosos miembros de la comunidad cristiana. Si bien hay razones comprensibles que llevan a muchos, especialmente jóvenes, a emigrar, esta decisión trae consigo como consecuencia un gran empobrecimiento cultural y espiritual de la ciudad. Deseo hoy repetir lo que he dicho en otras ocasiones: ¡en Tierra Santa hay lugar para todos! Mientras exhorto a las autoridades a respetar y apoyar aquí la presencia cristiana, deseo al mismo tiempo asegurarles la solidaridad, el amor y el apoyo de toda la Iglesia y de la Santa Sede.
En la iglesia del Santo Sepulcro, los peregrinos de cada siglo han venerado la piedra que, según la tradición, estaba ante la entrada de la tumba en la mañana de la resurrección de Cristo. Volvamos frecuentemente a esta tumba vacía. Reafirmemos allí nuestra fe en la victoria de la vida, y recemos para que toda "piedra pesada", colocada en la puerta de nuestros corazones bloqueando así nuestra completa sumisión al Señor en la fe, la esperanza y el amor, quede destrozada por la fuerza de la luz y de la vida, que resplandeció desde Jerusalén hasta todo el mundo en la mañana de Pascua. ¡Cristo ha resucitado, aleluya! ¡Verdaderamente ha resucitado! ¡Aleluya!
S. S. Benedicto XVI
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