2008-12-14
La Voz del Pastor
Tener oído de discípulo
“Muchas veces y de muchas maneras habló Dios antiguamente (…) ahora en este momento final nos ha hablado por medio del Hijo…” (Hebreos 1, 1-4). Tiempo de Adviento, tiempo de afinar el oído porque el Dios al que creemos y en el que creemos, nos habla y claramente (Salmo 19,9; Mt. 11, 25). Tanto, que nos ha entregado su propia Palabra: Cristo Jesús. La Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros. No se trata de un Dios confuso o de espaldas a nuestras vidas. La revelación significa una invitación a la comunión y a la vida compartida, dirigida por Dios a las personas humanas.
Esta relación por la palabra es la que mejor manifiesta el infinito respeto de Dios por el hombre. De aquí el porqué de cuatro principios clave del pensamiento social de la Iglesia, que al mismo tiempo son espacio de encuentro con mujeres y hombres de buena voluntad, en sintonía con los ángeles de la Navidad: dignidad de la persona humana, destino universal de los bienes de esta tierra (bien común), subsidiaridad, y solidaridad.
Hoy los procesos económicos, tomados en sí mismos, parecen regir la vida, el destino, los afanes y los ideales de los hombres y mujeres concretos. La cultura dominante ha convertido al éxito personal en una nueva religión, cuyas virtudes cardinales son la excelencia, la productividad y la competitividad, al margen de la necesidad de los demás. Frente a ello, urge subrayar al desarrollo humano, a la persona, a la solidaridad y la justicia, como el centro de todo esfuerzo de la humanidad, como el sentido más auténtico de toda fórmula económica, de todo régimen político. Ahí es donde la educación está llamada, también, a contribuir en la transformación social; en definitiva, la transformación cultural.
El mercado y la política por sí solos no generan valores ni ideales. Una sociedad polarizada por la búsqueda del dinero fácil, del éxito inmediato, de la fama a cualquier precio, no da herramientas para educar a las nuevas generaciones a una mayor fidelidad a los reclamos de la justicia y de la solidaridad, del “amarás a tu prójimo”. Se constata en el día a día de tanta gente, una ruptura entre los valores que se dicen profesar y lo que aparece en las conductas dominantes. Hasta el último informe del PNUD sobre el desarrollo humano en Panamá pone el dedo en esta llaga. ¿Es esto fatal? Volver a mirar y a escuchar a Cristo Jesús es camino de salvación.
¿Qué lazos pueden unir a panameñas y panameños, como un pueblo, para que no siga creciendo la tendencia a no mirar más que por los intereses individuales, a replegarse en un individualismo estrecho en el que toda virtud pública queda sofocada? En esto, la subsidiaridad, una de cuyas expresiones es el fomento de la participación ciudadana, puede ser de una inmensa ayuda. Resulta sorprendente que a estas alturas de nuestro caminar democrático todavía haya personas que teman a la participación ciudadana y quieran encerrarse en aquello de que sólo los que han sido elegidos por el voto pueden hacer. Basta con dar una mirada a experiencias como las norteamericanas o suizas, para comprobar que no se trata de desconocer los procesos electorales, ni de sinónimos de anarquía.
Las decisiones políticas llevan consigo decisiones éticas previas. Si aquellas son competencia del Gobierno legítimo, éstas sin embargo deben ser analizadas por los ciudadanos también. Pero no sólo las cuestiones éticas. Se dice que se quiere establecer una descentralización en el país. ¿Qué va a ser de ella si no hay participación ciudadana? Somos, felizmente, un pueblo que gusta de participar cada cinco años en elecciones, pero si no se amplían los espacios de participación real, si no seguimos trabajando para que la concertación pueda expresarse en los “cómo” y no sólo en los “qué”, la percepción de promesas no cumplidas y de quejas no escuchadas puede ir en aumento y, con ello, el riesgo de crecimiento del individualismo o de prestar oídos a cantos de sirena populistas. Se trata de la dignidad de la persona. La lectura del Documento de Aparecida número 406, anima a no decaer en estas cosas.
En nuestra confesión de fe, domingo a domingo, no sólo para Navidad, afirmamos y celebramos un “extraño” acontecimiento: Dios se hizo hombre, frágil; inmenso tesoro confiado a María y José, a los que le fueron acompañando. ¿Cómo cuidamos de nuestra dignidad humana?
Mons. Pablo Varela Server
Obispo Auxiliar
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Tener oído de discípulo
“Muchas veces y de muchas maneras habló Dios antiguamente (…) ahora en este momento final nos ha hablado por medio del Hijo…” (Hebreos 1, 1-4). Tiempo de Adviento, tiempo de afinar el oído porque el Dios al que creemos y en el que creemos, nos habla y claramente (Salmo 19,9; Mt. 11, 25). Tanto, que nos ha entregado su propia Palabra: Cristo Jesús. La Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros. No se trata de un Dios confuso o de espaldas a nuestras vidas. La revelación significa una invitación a la comunión y a la vida compartida, dirigida por Dios a las personas humanas.
Esta relación por la palabra es la que mejor manifiesta el infinito respeto de Dios por el hombre. De aquí el porqué de cuatro principios clave del pensamiento social de la Iglesia, que al mismo tiempo son espacio de encuentro con mujeres y hombres de buena voluntad, en sintonía con los ángeles de la Navidad: dignidad de la persona humana, destino universal de los bienes de esta tierra (bien común), subsidiaridad, y solidaridad.
Hoy los procesos económicos, tomados en sí mismos, parecen regir la vida, el destino, los afanes y los ideales de los hombres y mujeres concretos. La cultura dominante ha convertido al éxito personal en una nueva religión, cuyas virtudes cardinales son la excelencia, la productividad y la competitividad, al margen de la necesidad de los demás. Frente a ello, urge subrayar al desarrollo humano, a la persona, a la solidaridad y la justicia, como el centro de todo esfuerzo de la humanidad, como el sentido más auténtico de toda fórmula económica, de todo régimen político. Ahí es donde la educación está llamada, también, a contribuir en la transformación social; en definitiva, la transformación cultural.
El mercado y la política por sí solos no generan valores ni ideales. Una sociedad polarizada por la búsqueda del dinero fácil, del éxito inmediato, de la fama a cualquier precio, no da herramientas para educar a las nuevas generaciones a una mayor fidelidad a los reclamos de la justicia y de la solidaridad, del “amarás a tu prójimo”. Se constata en el día a día de tanta gente, una ruptura entre los valores que se dicen profesar y lo que aparece en las conductas dominantes. Hasta el último informe del PNUD sobre el desarrollo humano en Panamá pone el dedo en esta llaga. ¿Es esto fatal? Volver a mirar y a escuchar a Cristo Jesús es camino de salvación.
¿Qué lazos pueden unir a panameñas y panameños, como un pueblo, para que no siga creciendo la tendencia a no mirar más que por los intereses individuales, a replegarse en un individualismo estrecho en el que toda virtud pública queda sofocada? En esto, la subsidiaridad, una de cuyas expresiones es el fomento de la participación ciudadana, puede ser de una inmensa ayuda. Resulta sorprendente que a estas alturas de nuestro caminar democrático todavía haya personas que teman a la participación ciudadana y quieran encerrarse en aquello de que sólo los que han sido elegidos por el voto pueden hacer. Basta con dar una mirada a experiencias como las norteamericanas o suizas, para comprobar que no se trata de desconocer los procesos electorales, ni de sinónimos de anarquía.
Las decisiones políticas llevan consigo decisiones éticas previas. Si aquellas son competencia del Gobierno legítimo, éstas sin embargo deben ser analizadas por los ciudadanos también. Pero no sólo las cuestiones éticas. Se dice que se quiere establecer una descentralización en el país. ¿Qué va a ser de ella si no hay participación ciudadana? Somos, felizmente, un pueblo que gusta de participar cada cinco años en elecciones, pero si no se amplían los espacios de participación real, si no seguimos trabajando para que la concertación pueda expresarse en los “cómo” y no sólo en los “qué”, la percepción de promesas no cumplidas y de quejas no escuchadas puede ir en aumento y, con ello, el riesgo de crecimiento del individualismo o de prestar oídos a cantos de sirena populistas. Se trata de la dignidad de la persona. La lectura del Documento de Aparecida número 406, anima a no decaer en estas cosas.
En nuestra confesión de fe, domingo a domingo, no sólo para Navidad, afirmamos y celebramos un “extraño” acontecimiento: Dios se hizo hombre, frágil; inmenso tesoro confiado a María y José, a los que le fueron acompañando. ¿Cómo cuidamos de nuestra dignidad humana?
Mons. Pablo Varela Server
Obispo Auxiliar
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