2009-04-19
La Voz del Pastor
La misericordia entrañable, el corazón de Dios
Los hombres siempre hemos querido conocer el nombre de Dios. Y es que, para los antiguos, conocer el nombre de alguien era conocer su esencia, su realidad más íntima, en definitiva, poseerlo. En la relación con Dios, una de las principales preocupaciones ha sido conocer su nombre para poder manipularlo.
Recibida la misión de liberar a los israelitas de la opresión en Egipto, Moisés no quiere ponerse en camino si no se le revela el nombre de Dios. Se le responde escuetamente que debe decir a sus contemporáneos que “Yo Soy” es el que lo envía. Luego se precisa que se trata del Dios de los padres, el Dios de Abrahán, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob, es decir el Dios de la alianza con Abrahán. Éste es su nombre para siempre. Así deben recordarlo las generaciones sucesivas. En definitiva, para Dios revelar su nombre es describir su actuar en la historia (cf Ex 3:13-15).
Pero el empeño humano de asegurarse la presencia y el auxilio de Dios en medio de su peregrinación por el mundo es inclaudicable. Así vemos que Moisés vuelve sobre esta problemática después del episodio del becerro dorado, cuando Dios amenazó con destruir la nación. Ahora la aspiración se expresa, como el anhelo de ver la gloria de Dios. Dios sólo se compromete a mostrar su gloria a Moisés, y a pronunciar su nombre ante él. Llegado el momento, Dios colocará a Moisés en la hendidura de una roca, y le permitirá ver sus espaldas, no así su rostro. En efecto, Moisés invocó el nombre de Yahvé, y el Señor pasó delante de él, mientras exclamaba: “Yahvé, Yahvé, Dios misericordioso y clemente, tardo a la cólera y rico en amor y fidelidad, que mantiene su amor por mil generaciones y perdona la iniquidad, la rebeldía y el pecado, pero no los deja impunes; que castiga la culpa de los padres en los hijos y en los nietos hasta la tercera y cuarta generación “ (Ex 34:5-7, cf 32-34). Otra vez, Dios manifiesta su nombre describiendo su actuar en la historia de la salvación.
Durante la monarquía, David expresa su incomodidad, porque él habita en casa de cedro y el arca de la alianza, en tiendas de campaña. Entonces se propone construirle al Señor una casa próxima a la suya, por razones políticas. Pero Dios toma la iniciativa de ser él quien le construya una casa o dinastía a David (cf 2 Sam 7). A Salomón le tocará el honor de construirle al Señor un templo de piedra. En él, no se mantiene al Señor en cautiverio. En él, sólo se podrá invocar el nombre del Señor, que conserva su libertad y soberanía, frente a cualquiera pretensión humana de manipularlo (I Re 8:10-61).
Con el tiempo, los israelitas cedieron a la tentación de convertir el templo y el culto en verdaderos fetiches, vehículos de una religión formalista, divorciada de la vida, que reclamaba el testimonio de una fe traducida en obras ( cf Jer 19, y 26).
Pero cuando llegó la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de una mujer, nacido bajo la ley, para rescatar a los que estaban bajo la ley, para que recibiéramos la condición de hijos adoptivos de Dios, gracias a la agencia del Espíritu de Dios (cf Gal 4:4-6).
La obra salvífica de Dios, tantas veces descrita en el Antiguo Testamento como una palabra salvífica que se proclama, se escucha, se celebra en el culto y se testimonia en la vida cotidiana (cf Dt 6:20-25;26:5.9), pone su tienda en medio de nosotros: la humanidad de Jesús. En ella contemplamos el Ser de Dios, la gloria- amor, que ama al mundo hasta el extremo de entregar al Hijo único por la salvación de los hombres (Jn 1:14;3:16).
Esta gloria – amor, descrita por su actuar en la historia de la salvación (cf salmo 136), es un amor fiel y constante o una fidelidad y constancia amorosa. Se anticipa a perdonar antes que el pecador se arrepienta (Rom 5:8). Junto con el perdón, también olvida la ofensa, como en el caso de la mujer de Oseas, prostituta y adúltera, a la que el esposo vuelve a enamorar en el desierto como si fuera una virgen. Esto es lo que conocemos como misericordia o amor misericordioso.
En Cristo, imagen visible de Dios, rostro humano de Dios y rostro divino del hombre, este amor se ha encarnado. El arcángel Gabriel nos ha revelado que su nombre es Jesús, porque por él Dios salva al pueblo de sus pecados. También se llama Emanuel, porque en él Dios está con nosotros para siempre. Él es el nuevo templo de Dios, la nueva tienda de reunión, donde Dios mismo se hace presente. También es el sumo Sacerdote consumado y el Cordero de Dios que con una sola oblación, la de su propia vida, nos alcanza el perdón del pecado y la comunión de vida con Dios.
Estos bienes nos llegan por el misterio pascual de Jesucristo, que la Iglesia nos proclama y nos comunica por los sacramentos de iniciación cristiana. Con razón el autor de la Epístola a los efesios nos anuncia la salvación como un hecho ya cumplido, pues “Dios rico en misericordia, - dice- por el grande amor, con que nos amó, estando muertos a causa de nuestros delitos, nos vivificó juntamente con Cristo... y con él nos resucitó y nos hizo sentar en los cielos en Cristo Jesús, a fin de mostrar en los siglos venideros la sobreabundante riqueza de su gracia, por su bondad para con nosotros en Cristo Jesús” (Ef 2:44-7). Y la oración colecta del Domingo de la misericordia ruega que lleguemos a comprender la inestimable riqueza del bautismo que nos ha purificado, el Espíritu que nos ha dado una vida nueva y la sangre que nos ha redimido
Mons. Oscar Mario Brown J.
Obispo de Santiago
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La Voz del Pastor
La misericordia entrañable, el corazón de Dios
Los hombres siempre hemos querido conocer el nombre de Dios. Y es que, para los antiguos, conocer el nombre de alguien era conocer su esencia, su realidad más íntima, en definitiva, poseerlo. En la relación con Dios, una de las principales preocupaciones ha sido conocer su nombre para poder manipularlo.
Recibida la misión de liberar a los israelitas de la opresión en Egipto, Moisés no quiere ponerse en camino si no se le revela el nombre de Dios. Se le responde escuetamente que debe decir a sus contemporáneos que “Yo Soy” es el que lo envía. Luego se precisa que se trata del Dios de los padres, el Dios de Abrahán, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob, es decir el Dios de la alianza con Abrahán. Éste es su nombre para siempre. Así deben recordarlo las generaciones sucesivas. En definitiva, para Dios revelar su nombre es describir su actuar en la historia (cf Ex 3:13-15).
Pero el empeño humano de asegurarse la presencia y el auxilio de Dios en medio de su peregrinación por el mundo es inclaudicable. Así vemos que Moisés vuelve sobre esta problemática después del episodio del becerro dorado, cuando Dios amenazó con destruir la nación. Ahora la aspiración se expresa, como el anhelo de ver la gloria de Dios. Dios sólo se compromete a mostrar su gloria a Moisés, y a pronunciar su nombre ante él. Llegado el momento, Dios colocará a Moisés en la hendidura de una roca, y le permitirá ver sus espaldas, no así su rostro. En efecto, Moisés invocó el nombre de Yahvé, y el Señor pasó delante de él, mientras exclamaba: “Yahvé, Yahvé, Dios misericordioso y clemente, tardo a la cólera y rico en amor y fidelidad, que mantiene su amor por mil generaciones y perdona la iniquidad, la rebeldía y el pecado, pero no los deja impunes; que castiga la culpa de los padres en los hijos y en los nietos hasta la tercera y cuarta generación “ (Ex 34:5-7, cf 32-34). Otra vez, Dios manifiesta su nombre describiendo su actuar en la historia de la salvación.
Durante la monarquía, David expresa su incomodidad, porque él habita en casa de cedro y el arca de la alianza, en tiendas de campaña. Entonces se propone construirle al Señor una casa próxima a la suya, por razones políticas. Pero Dios toma la iniciativa de ser él quien le construya una casa o dinastía a David (cf 2 Sam 7). A Salomón le tocará el honor de construirle al Señor un templo de piedra. En él, no se mantiene al Señor en cautiverio. En él, sólo se podrá invocar el nombre del Señor, que conserva su libertad y soberanía, frente a cualquiera pretensión humana de manipularlo (I Re 8:10-61).
Con el tiempo, los israelitas cedieron a la tentación de convertir el templo y el culto en verdaderos fetiches, vehículos de una religión formalista, divorciada de la vida, que reclamaba el testimonio de una fe traducida en obras ( cf Jer 19, y 26).
Pero cuando llegó la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de una mujer, nacido bajo la ley, para rescatar a los que estaban bajo la ley, para que recibiéramos la condición de hijos adoptivos de Dios, gracias a la agencia del Espíritu de Dios (cf Gal 4:4-6).
La obra salvífica de Dios, tantas veces descrita en el Antiguo Testamento como una palabra salvífica que se proclama, se escucha, se celebra en el culto y se testimonia en la vida cotidiana (cf Dt 6:20-25;26:5.9), pone su tienda en medio de nosotros: la humanidad de Jesús. En ella contemplamos el Ser de Dios, la gloria- amor, que ama al mundo hasta el extremo de entregar al Hijo único por la salvación de los hombres (Jn 1:14;3:16).
Esta gloria – amor, descrita por su actuar en la historia de la salvación (cf salmo 136), es un amor fiel y constante o una fidelidad y constancia amorosa. Se anticipa a perdonar antes que el pecador se arrepienta (Rom 5:8). Junto con el perdón, también olvida la ofensa, como en el caso de la mujer de Oseas, prostituta y adúltera, a la que el esposo vuelve a enamorar en el desierto como si fuera una virgen. Esto es lo que conocemos como misericordia o amor misericordioso.
En Cristo, imagen visible de Dios, rostro humano de Dios y rostro divino del hombre, este amor se ha encarnado. El arcángel Gabriel nos ha revelado que su nombre es Jesús, porque por él Dios salva al pueblo de sus pecados. También se llama Emanuel, porque en él Dios está con nosotros para siempre. Él es el nuevo templo de Dios, la nueva tienda de reunión, donde Dios mismo se hace presente. También es el sumo Sacerdote consumado y el Cordero de Dios que con una sola oblación, la de su propia vida, nos alcanza el perdón del pecado y la comunión de vida con Dios.
Estos bienes nos llegan por el misterio pascual de Jesucristo, que la Iglesia nos proclama y nos comunica por los sacramentos de iniciación cristiana. Con razón el autor de la Epístola a los efesios nos anuncia la salvación como un hecho ya cumplido, pues “Dios rico en misericordia, - dice- por el grande amor, con que nos amó, estando muertos a causa de nuestros delitos, nos vivificó juntamente con Cristo... y con él nos resucitó y nos hizo sentar en los cielos en Cristo Jesús, a fin de mostrar en los siglos venideros la sobreabundante riqueza de su gracia, por su bondad para con nosotros en Cristo Jesús” (Ef 2:44-7). Y la oración colecta del Domingo de la misericordia ruega que lleguemos a comprender la inestimable riqueza del bautismo que nos ha purificado, el Espíritu que nos ha dado una vida nueva y la sangre que nos ha redimido
Mons. Oscar Mario Brown J.
Obispo de Santiago
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