2009-11-08
La Voz del Pastor
¡Pueblo sacerdotal bendice a tu Señor!
En una perspectiva de fe, el presente año tiene dos características relevantes: Es el año del lanzamiento de la misión Continental en América Latina y el Caribe, además, a partir del 19 de junio, solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús, es también el Año Sacerdotal.
El primer rasgo responde a uno de los objetivos señalados en Aparecida. Allí se nos recordó que la misión es característica esencial de la Iglesia. No es accesoria, accidental ni esporádica, sino un estado permanente, exigido por la vocación de la Iglesia. Ella, en efecto, está llamada a prolongar en el tiempo y el espacio la vocación de Cristo, el Hijo de Dios, enviado por el Padre, como revelador, redentor y salvador, para manifestar a los hombres que Dios es el Padre, fuente de toda vida, que vive en una comunidad de amor, unido íntimamente con su Hijo unigénito, por el Espíritu Santo, Señor y Dador de vida, y nos ofrece la posibilidad de integrarnos en esta comunión, a través del misterio pascual de su Hijo: su pasión muerte, resurrección.
Por este camino, alcanzamos el perdón de los pecados y la comunicación del Espíritu Santo, que nos incorpora en la vida de la Santísima Trinidad. Y es que la unidad de Dios no es indiferenciada, sino que en ella se viven tres relaciones estrechas y eternas: la paternidad, la filiación y el amor. En su seno, las personas se definen por esta relación, como lo muestra la historia de la salvación. Gracias a la acción unitiva del Espíritu Santo, el Amor que procede del Padre y el Hijo, somos incorporados en esta comunión, como hijos adoptivos de Dios, en el Hijo, por pura gracia.
La Iglesia es señal de esta comunión. Es el sacramento de la unidad, porque, en Cristo, es como un signo o instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano (cf LG 1). Por eso mismo es un sacramento de misión: El Señor la envía, con la fuerza del Espíritu, a proclamar esta Buena Nueva en el mundo entero, y llamar a los hombres y mujeres de toda condición a convertirse y creer en el Evangelio. La familia de Dios también se puede equiparar con un reino que tiene a Dios como Padre y Soberano de un pueblo y un territorio. La alianza sinaítica o mosaica es la objetivación de esta relación. Tributaria de los códigos hititas de soberanía entre un rey soberano y un rey vasallo, consigna inequívocamente que el Pueblo de Dios debe su existencia al rey soberano: el Señor. Esto lo compromete a la obediencia y a la fidelidad, si quiere alcanzar vida y bendición. De lo contrario, se condena a la maldición y la muerte (cf Dt 30:15-20). La fidelidad a los preceptos de esta alianza es precisamente lo que constituye al pueblo como un reino de sacerdotes, una nación santa, el pueblo de la propiedad personal del Señor (cf Ex 19:3-6)
La ley como norma de conducta debía ser también fuente de vida: Pero este propósito se frustró reiteradas veces, porque no basta conocer el precepto para cumplirlo. La voluntad humana, herida por el pecado, necesitaba para ello una ayuda especial. En este contexto, los profetas anuncian una nueva alianza, no escrita en tablas de piedra, sino en el corazón humano, una alianza en el Espíritu (cf Jer 31:31-34; Ez 36:24-28).
La humanidad recibe esta ayuda por el misterio pascual de Cristo, Sumo y Eterno Sacerdote y víctima o Cordero Pascual, que, con una sola oblación, realizada una vez por todas, nos alcanza lo que no alcanzaron las múltiples oblaciones de los sacerdotes levíticos: el perdón de los pecados y la comunidad de vida con Dios. Lo que Cristo ofrece no es la sangre de machos cabríos y becerros, sino su propia vida. Por eso, es sacerdote y víctima o cordero (cf Hb).
Hemos blanqueado nuestras túnicas en la sangre de este cordero, por los sacramentos de iniciación: el bautismo, la confirmación y la primera eucaristía. Nos hemos despojado del hombre viejo y revestido del hombre nuevo, recreado a imagen y semejanza de Cristo. En él, y como él, somos ungidos en el Espíritu. Otros cristos, somos copartícipes de su vocación y misión. Poseemos el sacerdocio común o bautismal Como él, somos luz de las naciones, sal de la tierra, levadura de la masa, misioneros enviados al mundo con la fuerza del Espíritu para salvarlo, proclamando el misterio pascual del Señor, celebrándolo y dando testimonio de él en todos los ambientes y circunstancias (cf Hch 1:8).
Para que este pueblo sacerdotal cumpla fielmente su misión, el Señor elige a algunos de sus miembros y los unge con el sacramento del orden para que presten a su pueblo el servicio de la autoridad, en nombre de Cristo Cabeza, instruyéndolo, santificándolo y gobernándolo en el amor.
Este sacerdocio jerárquico o ministrante se distingue esencialmente del sacerdocio común o bautismal, pero está referido a él, como acabamos de ver.
De todo esto, debemos concluir que si bien es verdad que el Año Sacerdotal quiere conmemorar el aniversario número 150 del nacimiento en la gloria de un sacerdote ministerial eximio, el santo cura de Ars, san Juan María Vianney, también repercute profundamente en el sacerdocio bautismal o común de todo el Pueblo de Dios. Los sacerdotes jerárquicos debemos imitar la fidelidad de Cristo, sacerdote misericordioso y fiel, capaz de compadecerse de nuestras flaquezas, probado en todo como nosotros, menos en el pecado (cf Hb 4:14-16). Para ello, debemos crecer continuamente hacia la madurez de Cristo, quien no vino para que le sirvieran, sino a servir y entregar su vida por la salvación de todos (cf Mc, 10:45) El servicio al sacerdocio común es lo que da sentido a nuestro ministerio.
La fidelidad de Cristo es lealtad a la vocación y misión recibidas del Padre al ungirlo con su Espíritu: Pasar por el mundo haciendo el bien, liberando a cautivos y oprimidos, evangelizando a los pobres, dando la vista a los ciegos, y anunciando a todos la remisión de los pecados, porque Dios estaba con él (cf Lc 4:14-16; Hch 10:34-43). Nada ni nadie logran desviarlo de esta misión: ni las tentaciones del Adversario, ni la insinuación de Pedro en Cesarea de Filipo, ni el hostigamiento de sacerdotes, malhechores y soldados, en la crucifixión. Por eso es el Siervo en quien el Padre se complace, y a quien da el título que supera todo otro: Señor y Mesías (cf Fil 2:6-11).
La fidelidad del sacerdote ministerial está al servicio de la fidelidad de todo el pueblo sacerdotal para que bendiga a su Señor, cumpliendo las exigencias de su unción bautismal: pasar por el mundo haciendo el bien, liberando a cautivos y oprimidos, como Cristo, porque Dios está con él (cf Hch 10:34-43.
Mons. Oscar M. Brown J.
Obispo de Santiago
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La Voz del Pastor
¡Pueblo sacerdotal bendice a tu Señor!
En una perspectiva de fe, el presente año tiene dos características relevantes: Es el año del lanzamiento de la misión Continental en América Latina y el Caribe, además, a partir del 19 de junio, solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús, es también el Año Sacerdotal.
El primer rasgo responde a uno de los objetivos señalados en Aparecida. Allí se nos recordó que la misión es característica esencial de la Iglesia. No es accesoria, accidental ni esporádica, sino un estado permanente, exigido por la vocación de la Iglesia. Ella, en efecto, está llamada a prolongar en el tiempo y el espacio la vocación de Cristo, el Hijo de Dios, enviado por el Padre, como revelador, redentor y salvador, para manifestar a los hombres que Dios es el Padre, fuente de toda vida, que vive en una comunidad de amor, unido íntimamente con su Hijo unigénito, por el Espíritu Santo, Señor y Dador de vida, y nos ofrece la posibilidad de integrarnos en esta comunión, a través del misterio pascual de su Hijo: su pasión muerte, resurrección.
Por este camino, alcanzamos el perdón de los pecados y la comunicación del Espíritu Santo, que nos incorpora en la vida de la Santísima Trinidad. Y es que la unidad de Dios no es indiferenciada, sino que en ella se viven tres relaciones estrechas y eternas: la paternidad, la filiación y el amor. En su seno, las personas se definen por esta relación, como lo muestra la historia de la salvación. Gracias a la acción unitiva del Espíritu Santo, el Amor que procede del Padre y el Hijo, somos incorporados en esta comunión, como hijos adoptivos de Dios, en el Hijo, por pura gracia.
La Iglesia es señal de esta comunión. Es el sacramento de la unidad, porque, en Cristo, es como un signo o instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano (cf LG 1). Por eso mismo es un sacramento de misión: El Señor la envía, con la fuerza del Espíritu, a proclamar esta Buena Nueva en el mundo entero, y llamar a los hombres y mujeres de toda condición a convertirse y creer en el Evangelio. La familia de Dios también se puede equiparar con un reino que tiene a Dios como Padre y Soberano de un pueblo y un territorio. La alianza sinaítica o mosaica es la objetivación de esta relación. Tributaria de los códigos hititas de soberanía entre un rey soberano y un rey vasallo, consigna inequívocamente que el Pueblo de Dios debe su existencia al rey soberano: el Señor. Esto lo compromete a la obediencia y a la fidelidad, si quiere alcanzar vida y bendición. De lo contrario, se condena a la maldición y la muerte (cf Dt 30:15-20). La fidelidad a los preceptos de esta alianza es precisamente lo que constituye al pueblo como un reino de sacerdotes, una nación santa, el pueblo de la propiedad personal del Señor (cf Ex 19:3-6)
La ley como norma de conducta debía ser también fuente de vida: Pero este propósito se frustró reiteradas veces, porque no basta conocer el precepto para cumplirlo. La voluntad humana, herida por el pecado, necesitaba para ello una ayuda especial. En este contexto, los profetas anuncian una nueva alianza, no escrita en tablas de piedra, sino en el corazón humano, una alianza en el Espíritu (cf Jer 31:31-34; Ez 36:24-28).
La humanidad recibe esta ayuda por el misterio pascual de Cristo, Sumo y Eterno Sacerdote y víctima o Cordero Pascual, que, con una sola oblación, realizada una vez por todas, nos alcanza lo que no alcanzaron las múltiples oblaciones de los sacerdotes levíticos: el perdón de los pecados y la comunidad de vida con Dios. Lo que Cristo ofrece no es la sangre de machos cabríos y becerros, sino su propia vida. Por eso, es sacerdote y víctima o cordero (cf Hb).
Hemos blanqueado nuestras túnicas en la sangre de este cordero, por los sacramentos de iniciación: el bautismo, la confirmación y la primera eucaristía. Nos hemos despojado del hombre viejo y revestido del hombre nuevo, recreado a imagen y semejanza de Cristo. En él, y como él, somos ungidos en el Espíritu. Otros cristos, somos copartícipes de su vocación y misión. Poseemos el sacerdocio común o bautismal Como él, somos luz de las naciones, sal de la tierra, levadura de la masa, misioneros enviados al mundo con la fuerza del Espíritu para salvarlo, proclamando el misterio pascual del Señor, celebrándolo y dando testimonio de él en todos los ambientes y circunstancias (cf Hch 1:8).
Para que este pueblo sacerdotal cumpla fielmente su misión, el Señor elige a algunos de sus miembros y los unge con el sacramento del orden para que presten a su pueblo el servicio de la autoridad, en nombre de Cristo Cabeza, instruyéndolo, santificándolo y gobernándolo en el amor.
Este sacerdocio jerárquico o ministrante se distingue esencialmente del sacerdocio común o bautismal, pero está referido a él, como acabamos de ver.
De todo esto, debemos concluir que si bien es verdad que el Año Sacerdotal quiere conmemorar el aniversario número 150 del nacimiento en la gloria de un sacerdote ministerial eximio, el santo cura de Ars, san Juan María Vianney, también repercute profundamente en el sacerdocio bautismal o común de todo el Pueblo de Dios. Los sacerdotes jerárquicos debemos imitar la fidelidad de Cristo, sacerdote misericordioso y fiel, capaz de compadecerse de nuestras flaquezas, probado en todo como nosotros, menos en el pecado (cf Hb 4:14-16). Para ello, debemos crecer continuamente hacia la madurez de Cristo, quien no vino para que le sirvieran, sino a servir y entregar su vida por la salvación de todos (cf Mc, 10:45) El servicio al sacerdocio común es lo que da sentido a nuestro ministerio.
La fidelidad de Cristo es lealtad a la vocación y misión recibidas del Padre al ungirlo con su Espíritu: Pasar por el mundo haciendo el bien, liberando a cautivos y oprimidos, evangelizando a los pobres, dando la vista a los ciegos, y anunciando a todos la remisión de los pecados, porque Dios estaba con él (cf Lc 4:14-16; Hch 10:34-43). Nada ni nadie logran desviarlo de esta misión: ni las tentaciones del Adversario, ni la insinuación de Pedro en Cesarea de Filipo, ni el hostigamiento de sacerdotes, malhechores y soldados, en la crucifixión. Por eso es el Siervo en quien el Padre se complace, y a quien da el título que supera todo otro: Señor y Mesías (cf Fil 2:6-11).
La fidelidad del sacerdote ministerial está al servicio de la fidelidad de todo el pueblo sacerdotal para que bendiga a su Señor, cumpliendo las exigencias de su unción bautismal: pasar por el mundo haciendo el bien, liberando a cautivos y oprimidos, como Cristo, porque Dios está con él (cf Hch 10:34-43.
Mons. Oscar M. Brown J.
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