martes, 15 de septiembre de 2009

La cruz de cada día

2009-09-13
Editorial
La cruz de cada día

Nos dicen las Escrituras que para ir en pos del Señor es preciso cargar con nuestra cruz de cada día; sin este acto resulta vano llamarnos discípulos suyos. Esa cruz, ya sabemos, es el morir de cada jornada a nuestro propio yo, para que otros tengan vida. Es aceptar el sufrimiento, renunciando a las ambiciones, el orgullo, y el renegar por aquello que nos hiere y que no podemos cambiar, porque está fuera de nuestras fuerzas o alcance hacerlo.

En un mundo que nos enseña a aspirar al bienestar, sin pensar en el sufrimiento que, inexorablemente, encontraremos en el camino, resulta harto difícil que otros, mundanos por educación más que por convicción, comprendan el sufrimiento que, voluntariamente, el cristiano decide aceptar. Lo que unos tienen por aberración, los seguidores de Cristo lo tenemos por instrumento de salvación en la emulación del hombre de Galilea.

Gran misterio resulta, entonces, la aceptación de la carga diaria de la cruz, porque en este sublime acto se manifiesta la Resurrección del Hijo del Hombre, que entregó su vida por la salvación del mundo. Aceptar nuestra cruz de cada día implica amarla. No es un mero signo ritual ni, mucho menos, la resignación desesperanzada de quien no puede hacer nada ni espera en nada. Llevar la cruz cotidiana es mucho más que eso; es hacernos uno con Cristo, y Cristo hacerse uno en nosotros.

La locura de la cruz, si la comprendemos en la dimensión de la enseñanza de Jesús, es ganar la vida y hallar la felicidad en la voluntad de Dios Padre, que no es otra que conocerlo a Él y creer en su Enviado. Si aprendemos a vivir con la aceptación voluntaria y amorosa de nuestra cruz de cada día, el Señor la hará gloriosa, y nada ni nadie nos podrá separar nunca de su amor.

Luis Alberto Díaz
Director de Panorama Católico
diazlink@primada.org

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