2007-12-16
La Voz del Pastor
Navidad: Fiesta de la humanidad
A pesar de que llevamos dos mil años celebrando el nacimiento del Hijo de Dios en la carne, o quizá por eso, no acabamos de sacarle todo el jugo al acontecimiento. Puede ser que el consumismo dictado por las pautas comerciales, o la rutina de ver simples adornos más o menos espectaculares, o los intentos de secularizar y meter todo en el saco de lo cultural sin más, estén pesando más de la cuenta en una celebración que debería ocupar un sitial de honor en la vida de la humanidad.
Que el Hijo de Dios, o sea Dios mismo, se haya revestido de nuestra carne, haya compartido nuestra historia, haya pisado nuestra tierra, ya es, por sí solo, motivo de engrandecimiento, de orgullo, de valorizar lo que somos y lo que hacemos. A pesar de todos los males y horrores que nos aquejan y nos han aquejado, ser parte de eso que llamamos « género humano » no es tan horripilante: nada menos que Dios, en la persona de su Hijo, es parte de él y ese pedacito de carne que adoramos en Belén es ya parte de la historia gloriosa y triunfante que Dios tiene reservada a todos los que le aman.
Esto nos debería llevar a mirar nuestro ser y nuestra historia a través del prisma de Belén. En el Niño del pesebre no sólo se revela el inmenso amor de Dios, que apuesta a las claras por la humanidad, sino también la verdadera dignidad y grandeza del ser humano. El ser humano, cualquier ser humano, todo ser humano, vale tanto a los ojos de Dios, que Éste no duda en entregar a su propio Hijo a un proceso de encarnación-muerte-resurrección con tal de que aquél recupere su dignidad perdida por el pecado. Esta valoración y dignidad es la que nos debe servir para aceptar que la persona humana es el centro de la vida natural, social, cultural, económica, política y religiosa, porque, como dirá Jesús, «no está hecho el hombre para el sábado, sino el sábado para el hombre» (Mc 2, 27).
Y, a la luz de la Navidad, del Dios hecho hombre, entendemos lo que decía San Ireneo: «La gloria de Dios es que el hombre viva». Si es así, tendremos que preguntarnos: ¿Qué gloria damos a Dios cuando desfiguramos la vida del hombre? ¿Dónde queda la gloria de Dios cuando reducimos al hombre y la mujer a visones economicistas o consumistas o hedonistas? ¿Dónde queda la gloria de Dios cuando los planes de educación pretenden construir un niño o un joven sin Dios, suprimiendo la asignatura de Religión, so capa de aligerar la carga académica? ¿Dónde queda la gloria de Dios cuando los niños y jóvenes son expuestos a una sexualidad sin más límites que el «sexo seguro» y sin más control que el de su propio deseo? ¿Dónde queda la gloria de Dios cuando la economía se mueve al compás de los grandes intereses del lucro sin límites, creando legiones de excluidos, marginados y desechables? ¿Dónde queda la gloria de Dios cuando intereses gremiales y políticos no ceden en favor de los enfermos que se ven desatendidos por una huelga que sobrepasa el mes?
Navidad es la exaltación de la humanidad: Dios se hizo hombre, para que cada hombre y mujer pudiera ser y vivir con la dignidad de hijo e hija de Dios. ¿Qué Navidad celebraremos si sólo somos capaces de doblar nuestras rodillas ante el Niño de Belén y no nos arrodillamos ante cada hombre y cada mujer por los cuales Dios se hizo hombre? Cantemos villancicos, sí. Intercambiemos regalos, sí. Adornemos con guirnaldas y luces de colores, sí. Pero que nada ni nadie nos haga olvidar la verdadera Navidad: «Gloria a Dios en el cielo y, en la tierra, paz a los hombres que ama Dios».
Fr. José Luis Lacunza M., O.A.R.
Obispo de David
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La Voz del Pastor
Navidad: Fiesta de la humanidad
A pesar de que llevamos dos mil años celebrando el nacimiento del Hijo de Dios en la carne, o quizá por eso, no acabamos de sacarle todo el jugo al acontecimiento. Puede ser que el consumismo dictado por las pautas comerciales, o la rutina de ver simples adornos más o menos espectaculares, o los intentos de secularizar y meter todo en el saco de lo cultural sin más, estén pesando más de la cuenta en una celebración que debería ocupar un sitial de honor en la vida de la humanidad.
Que el Hijo de Dios, o sea Dios mismo, se haya revestido de nuestra carne, haya compartido nuestra historia, haya pisado nuestra tierra, ya es, por sí solo, motivo de engrandecimiento, de orgullo, de valorizar lo que somos y lo que hacemos. A pesar de todos los males y horrores que nos aquejan y nos han aquejado, ser parte de eso que llamamos « género humano » no es tan horripilante: nada menos que Dios, en la persona de su Hijo, es parte de él y ese pedacito de carne que adoramos en Belén es ya parte de la historia gloriosa y triunfante que Dios tiene reservada a todos los que le aman.
Esto nos debería llevar a mirar nuestro ser y nuestra historia a través del prisma de Belén. En el Niño del pesebre no sólo se revela el inmenso amor de Dios, que apuesta a las claras por la humanidad, sino también la verdadera dignidad y grandeza del ser humano. El ser humano, cualquier ser humano, todo ser humano, vale tanto a los ojos de Dios, que Éste no duda en entregar a su propio Hijo a un proceso de encarnación-muerte-resurrección con tal de que aquél recupere su dignidad perdida por el pecado. Esta valoración y dignidad es la que nos debe servir para aceptar que la persona humana es el centro de la vida natural, social, cultural, económica, política y religiosa, porque, como dirá Jesús, «no está hecho el hombre para el sábado, sino el sábado para el hombre» (Mc 2, 27).
Y, a la luz de la Navidad, del Dios hecho hombre, entendemos lo que decía San Ireneo: «La gloria de Dios es que el hombre viva». Si es así, tendremos que preguntarnos: ¿Qué gloria damos a Dios cuando desfiguramos la vida del hombre? ¿Dónde queda la gloria de Dios cuando reducimos al hombre y la mujer a visones economicistas o consumistas o hedonistas? ¿Dónde queda la gloria de Dios cuando los planes de educación pretenden construir un niño o un joven sin Dios, suprimiendo la asignatura de Religión, so capa de aligerar la carga académica? ¿Dónde queda la gloria de Dios cuando los niños y jóvenes son expuestos a una sexualidad sin más límites que el «sexo seguro» y sin más control que el de su propio deseo? ¿Dónde queda la gloria de Dios cuando la economía se mueve al compás de los grandes intereses del lucro sin límites, creando legiones de excluidos, marginados y desechables? ¿Dónde queda la gloria de Dios cuando intereses gremiales y políticos no ceden en favor de los enfermos que se ven desatendidos por una huelga que sobrepasa el mes?
Navidad es la exaltación de la humanidad: Dios se hizo hombre, para que cada hombre y mujer pudiera ser y vivir con la dignidad de hijo e hija de Dios. ¿Qué Navidad celebraremos si sólo somos capaces de doblar nuestras rodillas ante el Niño de Belén y no nos arrodillamos ante cada hombre y cada mujer por los cuales Dios se hizo hombre? Cantemos villancicos, sí. Intercambiemos regalos, sí. Adornemos con guirnaldas y luces de colores, sí. Pero que nada ni nadie nos haga olvidar la verdadera Navidad: «Gloria a Dios en el cielo y, en la tierra, paz a los hombres que ama Dios».
Fr. José Luis Lacunza M., O.A.R.
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