2007-12-09
La Voz del Pastor
Adviento, tiempo para redescubrir la esperanza
Publicamos las palabras que pronunció Benedicto XVI el domingo 2 de diciembre antes y después de rezar la oración mariana del «Ángelus».
Queridos hermanos y hermanas:
Con este primer domingo de Adviento comienza un nuevo año litúrgico: el Pueblo de Dios se vuelve a poner en camino para vivir el misterio de Cristo en la historia. Cristo es el mismo de ayer, de hoy de siempre (Cf. Hebreos 13, 8); la historia sin embargo cambia y necesita ser constantemente evangelizada; necesita ser renovada en su interior y la única verdadera novedad es Cristo: Él es su pleno cumplimiento, el futuro luminoso del hombre y del mundo. Resucitado de entre los muertos, Jesús es el Señor a quien Dios someterá todos los enemigos, incluida la misma muerte (Cf. 1 Corintios 15, 25-28). El Adviento es, por tanto, el tiempo propicio para despertar en nuestros corazones la espera de «Aquel que es, que era y que va a venir» (Apocalipsis 1, 8). El Hijo de Dios ya vino a Belén hace veinte siglos, viene en cada momento al alma y a la comunidad que están dispuestos a recibirlo, vendrá de nuevo al final de los tiempos para «juzgar a vivos y muertos». Por este motivo, el creyente siempre está vigilando, animado por la íntima esperanza de encontrar al Señor, como dice el Salmo: «Espero en el Señor, mi alma espera en su palabra; mi alma aguarda al Señor más que los centinelas la aurora» (Salmo 129 [130], 5-6).
Este domingo es, por tanto, un día sumamente indicado para ofrecer a toda la Iglesia y a todos los hombres de buena voluntad mi segunda encíclica, que he querido dedicar precisamente al tema de la esperanza cristiana. Se titula «Spe salvi», pues comienza con la expresión de san Pablo: «Spe salvi facti sumus - en esperanza fuimos salvados» (Romanos 8,24). En éste, al igual que en otros pasajes del Nuevo Testamento, la palabra «esperanza» está íntimamente unida a la palabra «fe». Es un don que cambia la vida de quien lo recibe, como demuestra la experiencia de muchos santos y santas. ¿En qué consiste esta esperanza tan grande y tan «confiable» que nos permite decir que en ella está nuestra «salvación»? En definitiva, consiste en el conocimiento de Dios, en el descubrimiento de su corazón de Padre bueno y misericordioso. Jesús, con su muerte en la cruz y con su resurrección, nos ha revelado su rostro, el rostro de un Dios tan grande en el amor que nos ha dado una esperanza inquebrantable, que ni siquiera la muerte puede resquebrajar, pues la vida de quien confía en este Padre se abre a la perspectiva de la felicidad eterna.
El desarrollo de la ciencia moderna ha confinado cada vez más la fe y la esperanza a la esfera privada e individual de manera que aparece de forma evidente y en ocasiones dramática, que el hombre y el mundo tienen necesidad de Dios --¡del verdadero Dios!--, pues de lo contrario quedarían privados de esperanza. La ciencia sin duda contribuye al bien de la humanidad, pero no es capaz de redimirla. El hombre es redimido por el amor, que hace que la vida personal y social se convierta en buena y hermosa. Por este motivo la gran esperanza, la que es plena y definitiva, está garantizada por Dios, que en Jesús nos ha visitado y nos ha donado la vida, y en Él volverá al final de los tiempos. Es en Cristo que esperamos, ¡es Él a quien esperamos!
Con María, su Madre, la Iglesia sale al encuentro del Esposo: lo hace con las obras de caridad, pues la esperanza, como la fe, se demuestra con el amor.
Buen Adviento a todos.
S. S. Benedicto XVI
Obispo de Roma
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La Voz del Pastor
Adviento, tiempo para redescubrir la esperanza
Publicamos las palabras que pronunció Benedicto XVI el domingo 2 de diciembre antes y después de rezar la oración mariana del «Ángelus».
Queridos hermanos y hermanas:
Con este primer domingo de Adviento comienza un nuevo año litúrgico: el Pueblo de Dios se vuelve a poner en camino para vivir el misterio de Cristo en la historia. Cristo es el mismo de ayer, de hoy de siempre (Cf. Hebreos 13, 8); la historia sin embargo cambia y necesita ser constantemente evangelizada; necesita ser renovada en su interior y la única verdadera novedad es Cristo: Él es su pleno cumplimiento, el futuro luminoso del hombre y del mundo. Resucitado de entre los muertos, Jesús es el Señor a quien Dios someterá todos los enemigos, incluida la misma muerte (Cf. 1 Corintios 15, 25-28). El Adviento es, por tanto, el tiempo propicio para despertar en nuestros corazones la espera de «Aquel que es, que era y que va a venir» (Apocalipsis 1, 8). El Hijo de Dios ya vino a Belén hace veinte siglos, viene en cada momento al alma y a la comunidad que están dispuestos a recibirlo, vendrá de nuevo al final de los tiempos para «juzgar a vivos y muertos». Por este motivo, el creyente siempre está vigilando, animado por la íntima esperanza de encontrar al Señor, como dice el Salmo: «Espero en el Señor, mi alma espera en su palabra; mi alma aguarda al Señor más que los centinelas la aurora» (Salmo 129 [130], 5-6).
Este domingo es, por tanto, un día sumamente indicado para ofrecer a toda la Iglesia y a todos los hombres de buena voluntad mi segunda encíclica, que he querido dedicar precisamente al tema de la esperanza cristiana. Se titula «Spe salvi», pues comienza con la expresión de san Pablo: «Spe salvi facti sumus - en esperanza fuimos salvados» (Romanos 8,24). En éste, al igual que en otros pasajes del Nuevo Testamento, la palabra «esperanza» está íntimamente unida a la palabra «fe». Es un don que cambia la vida de quien lo recibe, como demuestra la experiencia de muchos santos y santas. ¿En qué consiste esta esperanza tan grande y tan «confiable» que nos permite decir que en ella está nuestra «salvación»? En definitiva, consiste en el conocimiento de Dios, en el descubrimiento de su corazón de Padre bueno y misericordioso. Jesús, con su muerte en la cruz y con su resurrección, nos ha revelado su rostro, el rostro de un Dios tan grande en el amor que nos ha dado una esperanza inquebrantable, que ni siquiera la muerte puede resquebrajar, pues la vida de quien confía en este Padre se abre a la perspectiva de la felicidad eterna.
El desarrollo de la ciencia moderna ha confinado cada vez más la fe y la esperanza a la esfera privada e individual de manera que aparece de forma evidente y en ocasiones dramática, que el hombre y el mundo tienen necesidad de Dios --¡del verdadero Dios!--, pues de lo contrario quedarían privados de esperanza. La ciencia sin duda contribuye al bien de la humanidad, pero no es capaz de redimirla. El hombre es redimido por el amor, que hace que la vida personal y social se convierta en buena y hermosa. Por este motivo la gran esperanza, la que es plena y definitiva, está garantizada por Dios, que en Jesús nos ha visitado y nos ha donado la vida, y en Él volverá al final de los tiempos. Es en Cristo que esperamos, ¡es Él a quien esperamos!
Con María, su Madre, la Iglesia sale al encuentro del Esposo: lo hace con las obras de caridad, pues la esperanza, como la fe, se demuestra con el amor.
Buen Adviento a todos.
S. S. Benedicto XVI
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